Corría el año 1985 y en el pueblo hacía un calor de mil demonios. Parecía el infierno en la tierra. Susana que se había tomado una semana de vacaciones luego de cinco años de arduo trabajo, caminaba conociendo aquel pueblito olvidado por el progreso. Cuando el sol se colocó en lo alto y no había donde escapar, se refugió en la iglesia del pueblo, y aunque no era católica practicante, el edificio le pareció pintoresco y aprovecho a sacar una foto con su cámara nueva.
Cuando la máquina comenzó a retroceder la
película, en señal de que ya no había más para sacar, Susana se sentó frente al
altar y se apuró a callarla ya que hacía el único ruido que se escuchaba en el
lugar y retumbaba en los altos arcos de la capilla.
Cuando solucionó su problema técnico, todo
volvió a quedar en silencio, miró el altar y al cristo crucificado delante de
ella. Sus ojos parecían traspasarla y ella se sintió incómoda, como si esa
figura supiera lo que había hecho. No podía mirar más la imagen de aquel Cristo
acusador. No sin antes pedir perdón.
Como si el destino le dijera que ya era tiempo
de soltar ese peso que llevaba dentro, escuchó como se abría una puerta detrás
del altar y aparecía con paso lento un sacerdote que aparentaba tener todos los
años de la humanidad.
El anciano la miró con intriga, el conocía a
todos en el pueblo y a ella era la primera vez que la veía. Rodeó los bancos y
se instaló en el confesionario. ¿Que podría hacer un alma solitaria en la
iglesia en un día como ese, si no era ir a confesarse?
Susana se quedó un rato sentada. No rezaba,
hacía años que había dejado de ser creyente, aunque estaba bautizada y la
habían hecho tomar la comunión y la confirmación. Cosas de su madre que no se
perdía un domingo de misa. Con los años Susana se fue alejando de la religión
ya que no entendía muchas cosas que la hicieron dudar de la fe que toda su
familia practicaba. Solo entraba a las iglesias porque le gustaba su
arquitectura. Así como se alejó de la religión se alejó de su familia que no aceptaba
que no fuera tan devota como estaban acostumbrados. Nadie sabía que pasaba por
su mente y su corazón y aun así la respuesta más fácil de la familia fue
catalogarla como la oveja negra. Y así se fue alejando, sin pena ni gloria.
Luego de un rato y al ver que el cura no
abandonaba su lugar. Se acercó al confesionario y le pidió permiso para entrar
y confesarse. Era hora ya, y este era el lugar perfecto ya que al día siguiente
viajaría de nuevo a su casa, seguiría con su vida y nunca más volvería por ese
pueblo.
-Perdóneme Padre, porque he pecado – Eran las
palabras que había aprendido de niña cuando iba a catecismo y al pronunciarlas
ya no se sintió como esa nena que inventaba pecados para tener algo que decirle
al padre. Esta vez, las palabras pesaban en su boca.
No le dijo – hice tal cosa. No, comenzó
contándole desde que era niña como un resumen de su vida, como era su familia,
como había sido educada, cuanto hacía que se había casado, que no tenía hijos, y
así, como queriendo postergar lo inevitable. Bien podría haberse levantado e
irse. Pero más allá del miedo había decidido confesar.
Me casé en 1975 – Comentó – Le aclaro que yo
amo a mi marido. Bueno, por razones de trabajo tuve que viajar a Córdoba hace
cinco años, y cerca de donde me hospedaba había un seminario, por lo cual la
calle estaba repleta de seminaristas que iban y venían. No sé cómo ni porque me
choque con uno de esos muchachos. Joven, de ojos negros de los que quedé
prendada. Nos pedimos disculpas y nos pusimos a conversar. Una cosa llevo a la
otra y a otra … y esa noche la pasé con él en un cuarto de hotel. ¡Nunca más lo
volví a ver! ¡Le fui infiel a mi marido
y a Dios! – y rompió en un llanto ahogado, su cara se puso roja, no quería
llorar, pero no podía evitarlo. No le salían más palabras era como si se
hubiera vaciado y no quedara nada por decir.
Tantos años de silencio y pena, Susana muy
dentro de ella, no sabía si lloraba por su infidelidad o porque nunca más
volvió a ver a su seminarista de los ojos negros.
Rita Lugones - Taller de la Luna
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