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abril 12, 2021

Malabares

 



Seguramente habrán notado que a los recuerdos siempre los evocamos fragmentados. No podemos reconstruir la totalidad de detalles de una experiencia vivida. Atesoramos pequeñas porciones de memoria que nos transportan, por unos segundos, a ese instante pasado: un aroma fugaz, el sonido lejano de una voz, la sensación (casi real, pero no) de un roce.
De esa tarde no puedo recordar, por ejemplo, si había sol o estaba nublado. Tampoco la canción que ambientaba el lugar. Ni cuántas personas había a mi alrededor. Sin embargo, puedo revivir con precisión el instante en que lo vi.
Para ser sincera, antes de que su figura asomara siquiera por el rabillo de mi  ojo, me golpeó esa inconfundible sensación de la fatalidad: una intuición alarmante que me susurraba que una vez que girase la cabeza y enfocase la mirada, le abriría la puerta a lo inevitable.
Él estaba parado en el medio de todo (todo aquello que hoy ignoro, porque en ese momento perdió importancia). Jugaba con una esfera de vidrio en sus manos, ágilmente la pasaba de una a otra, con la cautivadora precisión del rey de los goblins de una de mis películas favoritas; recordé la escena: la protagonista, extorsionada por el rey,  se libraba de él diciéndole “no tienes poder sobre mí” (susurré la misma frase, pero no funcionó).
Debo confesar que tengo una debilidad fastidiosa por quienes sonríen con el alma y con los ojos, además de con la boca.
La simpleza del malabarista, la cálida felicidad con la que llevaba adelante el show, el desparpajo con el que se dirigía al público, su aspecto sutilmente desaliñado (la cantidad justa de descuido que lucen quienes no se preocupan por frivolidades), me hicieron sentir absolutamente vulnerable.
Mis carencias, desnudas, liberaron una soledad bestial: la sentí trepando por mi espalda, envolviéndome con todos sus brazos, comprimiéndome el torso, las piernas, el rostro, dejando solo un pequeño espacio, maliciosamente calculado, para poder seguir mirándolo a él, que tanta falta me hacía aún sin conocerlo, con la certeza triste de que únicamente formaría parte de mi vida con la etérea forma del deseo.
Y la esfera frágil. La esfera entregada a ese vuelo involuntario. La esfera ignorando si, en el próximo lanzamiento, su destino sería terminar hecha añicos en el piso.
Las manos, llegando en el momento justo.
Y yo preguntándome cómo acariciarían esas manos. ¿Lo harían con la urgencia de quien revisa sus bolsillos, cuando cree haber perdido algo de valor?¿O con la suave pertinencia del viento, que sopla la arena para darle forma a los médanos?
¿Me gustaría saber más de vos, malabarista? ¿Me gustaría?
¿Preguntarte, quizás, qué sonido te arrulla, qué injusticia te enoja, a qué Dios le rezás?
Y si, como yo, andás casi sin fe, invitarte a jugar a la divinidad: crear nuestro mundo (sin preocuparnos porque sea en siete días). Hombro a hombro, recíprocamente. Reciproca-Mente. Mientras dure lo eterno.

Gisela Cairo, Taller del Mate

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