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Nunca vamos a tener un bote inflable en el balcón del décimo piso. No son tan intensas las lluvias, aunque si frecuentes, pero cortas, de modo que nos parece imposible que el nivel del agua pueda llegar al décimo.
No es lógico tener un bote en ese balcón. Eso, más que una exagerada medida de precaución sería una locura.
Jamás la sudestada alcanza a inundar más allá del umbral, aun cuando llueve con viento del Este y el nivel del río sube brutalmente.
Nada nos lleva a pensar que una crecida nos pueda tapar. Por eso, siempre me opongo al pedido del señor del 10 C, cuyo departamento da al pulmón del edificio.
Nada lo convence de lo contrario. Jamás lo entendió, hasta llegó a plantear que, si fuera por una cuestión de espacio, podríamos disponer de un bote chico, que no ocupe tanto lugar.
–No es necesario un bote grande –dijo una vez presentando unos cálculos que intentaban demostrar que, aunque en el décimo piso vivimos quince personas, una embarcación de cuatro plazas sería suficiente como elemento de emergencia ante una crecida.
Tampoco la compra y el mantenimiento del bote, según sus proyecciones, tendrían mucho impacto en las expensas. A pesar de todo, nunca encontró argumentos que sirvieran para cambiar la opinión mayoritaria del consorcio, que desde siempre se viene oponiendo a la demencial propuesta del señor del 10 C.
Jamás, el temor a la crecida diluviana, a la que apela constantemente, tuvo otro efecto más que, convertir las reuniones en tensas, irónicas, sarcásticas, tediosas.
Nadie logró conservar la calma en la reunión de marzo de 2020. Unas semanas antes los diarios de Buenos Aires habían titulado: “Inquietante alerta de un geólogo argentino…”. “Es probable que haya un tsunami en Tierra del Fuego y Santa Cruz”. “Riesgo de tsunami en el Atlántico Sur”.
No hubo debate en aquella ocasión sino un monólogo del señor del 10 C. A los pocos minutos de comenzada la reunión ya se había retirado la mitad de los consorcistas. La otra mitad, entre los que estaba yo, se quedó una hora y media escuchando argumentos de todo tipo y predicciones fatalistas que nos hacían sentir irresponsables temerarios y seres insensibles ante muertes seguras.
–¿No se convencen todavía? ¡No hay nada más que agregar! ¡Ahora queda en evidencia que yo no estaba errado! ¡Ustedes no ven venir el peligro! ¡No podemos prescindir de un bote, todavía estamos a tiempo! ¡No sean insensibles! –dijo el señor del 10 C cuando le tocó hablar en aquella reunión. Ninguna de esas frases las dijo sin gritar y de mala manera, así la reunión terminó abruptamente.
Jamás retornó la paz y, desde entonces, hay un clima tenso en el edificio. Es imposible compartir el ascensor, el palier y otros espacios comunes.
No dudé y, considerando los horarios del señor del 10 C, adecué los míos para no cruzármelo en ningún momento. Nada impide, sin embargo, que alguna vez me toque el timbre pues él sabe cuándo estoy en mi departamento. No le sería trabajoso ubicarme.
Nunca había vivido tan pendiente de una persona. Mi esfuerzo por evitarlo me resulta insoportable. Me escondo todo el tiempo del señor del 10 C. Alteré mis horarios, cambié hábitos, anulé actividades y dejé de concurrir a algunos lugares donde podría coincidir con él.
Jamás hubiese imaginado que la alocada idea de ese bote en mi balcón, como una suerte de arca de goma, más la improbable crecida del río llegando al décimo piso, la dudosa ocurrencia de un tsunami en el Atlántico Sur y el temor de algunos consorcistas que, increíblemente, comenzaron a dar crédito a los planteos del señor del 10 C, me complicarían tanto la vida.
Tampoco supuse que, por momentos yo también comenzaría a dudar. Sorprendido, una vez me encontré buscando en Google qué probabilidad había de que ocurriera un tsunami en el Atlántico Sur. Y si el fenómeno ocurría, cómo podría afectar al barrio de Belgrano.
No hay mucha información y los escasos datos disponibles son confusos. No son conclusiones contundentes. Tal carencia no hace más que aumentar la incertidumbre de muchos, no sólo la mía.
Ningunas de las reuniones siguientes a la de marzo fueron normales. Ahora algunos piden la palabra, comienzan apoyando los argumentos del señor del 10 C para, inmediatamente, desdecirse porque no les perece prioritario comprar un gomón con todas las carencias que hay en el edificio. Otros simplemente escuchan y luego refutan las ridículas propuestas.
Nunca la relación entre vecinos había sido tan difícil como ahora. Todos modificaron sus rutinas a fin de tener poco contacto entre sí. Se produjo un distanciamiento social y el edificio quedó dividido entre alarmistas e irresponsables. Ni siquiera permanecieron los saludos de cortesía entre quienes opinan distinto.
No hay más diálogo entre ambos grupos de vecinos. Desde hace tres meses, cada grupo se junta semanalmente para analizar datos y llevar posiciones fundadas a las próximas reuniones de consorcio.
Nadie confía en nadie. Nosotros reunimos mucha información. También llevamos un registro de los milímetros de lluvia de los últimos veinticuatro meses y de las sudestadas otoñales. Estamos atentos a la ocurrencia de tsunamis. Consultamos internet y otras fuentes.
Conseguimos una aplicación que nos informa diariamente las horas del pico máximo de nivel del Río de la Plata, cuyos datos compartimos por whatsapp a todos los de nuestro grupo.
Nunca, jamás, desde que nos dividimos en dos grupos, dejamos un argumento sin contestar en alguna reunión. Al señor del 10 C se le opone, sistemáticamente, la señora del 1 F, a quien nosotros elegimos delegada.
Nada nos desvía de nuestro objetivo, hoy nos juntamos en un café de Palermo para preparar la reunión de la próxima semana. Los datos que manejamos nos hacen suponer que el agua no llegará al décimo piso antes del próximo mes, pero por las dudas, el muchacho del 5 A está recopilando datos meteorológicos para evitar una sorpresa que nos deje mal parados.
No son racionales y jamás se rinden, contra toda evidencia, ellos sostienen que la probabilidad de que nos tape el agua aumenta cada día.
Nunca se sabe cómo terminan estas cosas…
Oscar Cesareo (Taller de la Luna)
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