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junio 09, 2021

Una muchacha muy bella

Una muchacha muy bella
Por Oscar Cesareo


Cuando leí “Una muchacha muy bella”, la novela de Julián López, me resultó apasionante. Me impactó de una manera especial. 


Su prosa fluida facilitó la lectura y me la hizo totalmente natural.  Yo, que soy un mal lector, pude disfrutar de todo cuanto en allí se cuenta. Los detalles de las historias narradas en esas páginas me hicieron volar. Afloraron en mí infinidad de recuerdos que suponía inexistentes. 


Lo que ocurre en la novela sería una trama universal si sólo se limitara a la relación de un niño con su madre y al previsible amor maternal y viceversa. Pero no lo es, no lo fue, por lo menos para mí. 


Ese libro me disparó, desde cada renglón, desde cada una de las escenas que se sucedían, incluso hasta después de cerrarlo para retomar su lectura más tarde, infinidad de estímulos que me llevaron a revivir situaciones de mi propia infancia. Fue un mensaje personalísimo, solo dirigido a mí.


Algunas vivencias del niño de la novela, casi sin ninguna alteración, podrían haber sido mías. Otras, si bien no eran exactamente iguales, y en algunos casos ni siquiera parecidas, me trasportaron al pasado, al colegio, a innumerables ambientes, hasta los potreros de mi barrio del suburbio. 


Reviví tardes enteras de fútbol en las esquinas, con las zapatillas embarradas mientras las bicicletas dormían sus siestas al costado de la cancha esperando la llegada de la noche que le pusiera fin al partido. ¿Cómo fue posible llegar a la canchita del potrero de la esquina de mi casa desde una hoja que narraba algo que sucedía en un departamento de Caballito?


Volví a degustar los Milkibar y el Nesquik. Fui, otra vez, a pararme en la vereda a esperar a que Rufino, el diariero del barrio, me trajera el Billiken que leería esa misma noche.


En un momento encontré al Nono sentado en su silla mirando Titanes en el Ring y yo a su lado. Siempre me pregunté por qué mi abuelo era tan fanático de Titanes en el Ring si lloraba y se acongojaba cuando veía que a algunos de los personajes lo castigaban más de la cuenta. Él sabía que era ficción, pero no podía contener esas lágrimas hijas de la sensibilidad de sus años de prisionero de la primera guerra. 


Los espectáculos infantiles de los que gozaba el introvertido pibe de la novela desencadenaban imágenes de mi pasado. Ellas cobraban vida propia, desconociendo el destino de las páginas que se iban sucediendo.


Ese tal Julián López no debe saber que habiendo publicado una novela, mandó a escribir otras tantas que, algunos nostálgicos como yo, pudimos editar en nuestras almas. 


Mi vieja y la muchacha muy bella de él se parecen en muchos aspectos que compartimos, sufrimos y disfrutamos juntos. Ese libro me hizo caer en la cuenta de que, tal vez, aquellas cosas que creía exclusivamente mías son bastante comunes. Seguramente, su singularidad está en las vivencias particulares de cada protagonista.


Con el pibe del libro nos beneficiamos con los sacrificios que hicieron nuestras madres para darnos, pese a todo, la mejor vida posible. Ellos subyacen a lo largo de esos textos retrovisores que, ahora, documentan los tomos de mi vida. 


El pibe quedaba al cuidado de la vecina con alma de abuela cada vez que la muchacha bella salía a cumplir sus actividades con la precaución que demandaba la época. En cambio, yo gozaba de mi madre y mis abuelas en casa, y de las vecinas de puertas abiertas en las casas de mis amigos del barrio. 


La madre del pibe era una militante política viviendo en dictadura. Mi vieja, aunque carecía de una organización que la contuviera, militó toda su vida. Le sobraba visión y objetivos claros, los que lograba a fuerza de pasión, amor y solidaridad. A la de él no le alcanzó con el perfil bajo y la cautela de sus actos, la mía envejeció en la acción sin cautela ni tapujos…


Después, el pibe se hizo un hombre. Como yo.


¡Qué lindos esos libros, cuánto los disfruté a los dos!




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