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No sé en qué estaba pensando cuando sugerí almorzar pastel de papas. Enseguida todos estuvieron de acuerdo y ahí caí en la cuenta de lo que me esperaba. Es un plato riquísimo, que nos encanta a todos, pero su preparación lleva tanto tiempo que dudo que se justifique.
Antes que nada, hago un repaso mental de los ingredientes que necesito y me fijo qué de todo eso tengo y qué hace falta salir a comprar. Otra cosa que lleva tiempo: las compras. Buscar precio y calidad, que no siempre se encuentran en el mismo comercio, me lleva de acá para allá, me hace recorrer el barrio de punta a punta, tiempo que podría invertir en algo que me guste más. Por suerte, lo único que me hace falta son las papas y la verdulería queda muy cerca de casa.
Empiezo por preparar el relleno de carne, la misma preparación que uso para hacer las empanadas: rehogo cebolla cortada bien chiquita, sin morrón porque no les gusta; le agrego la carne picada y después salo y le aporto más sabor con las especias. Mientras tanto, en la hornalla de al lado, pongo un par de huevos a hervir.
La parte más engorrosa viene en el momento de preparar el puré. Hay que lavar bien las papas antes de pelarlas, porque las negras son más económicas que las blancas pero traen toda la tierra junta. Una vez que están peladas, las corto en cubos y las pongo a cocinar. Yo prefiero hacerlas al vapor. Uso más artefactos, porque a la olla le introduzco el colador, entonces hay más cosas para lavar después, pero salen más ricas. A esta altura, los huevos ya están listos y yo ya me repetí mil veces que es la última vez que hago este plato. Podría estar arreglando las plantas de la terraza o leyendo un libro mientras tomo mate. Pero no, las cáscaras de las papas y las de los huevos duros me esperan dentro de la pileta para que las meta en una bolsa y las tire al tacho, y la pileta espera también, paciente, su turno para que la limpie de toda la tierra que le quedó. Cocinar no implica solamente meter los alimentos en una olla o en el horno. Cocinar implica limpiar todo el enchastre que se va dejando en el camino. Entonces, la tarea es doble. O triple, cuando te toca, además, lavar los platos después de comer. La máxima “el que cocina no lava” no se aplica en mi casa.
Cada tanto voy pinchando las papas con un tenedor, comprobando si ya están lo suficientemente blandas como para apagar la hornalla. Cuando están listas, busco el pisapapas, la manteca y la leche para hacer el puré. Me gusta condimentarlo con bastante nuez moscada y dejarlo bien cremoso.
No me di cuenta de tener lista la fuente antes de hacer toda la preparación. Busco la que uso siempre y no la encuentro. Como una revelación me acuerdo que la dejé en la casa de mi hermano cuando llevé los chorizos y la morcilla para el último asado que comimos. ¿Y ahora? Encuentro un molde de bizcochuelo de tamaño bastante similar, pero veo que el fondo está oxidado. Por las dudas, lo forro con papel aluminio. En el reloj, los minutos siguen avanzando, la mañana ya pasó de largo y el mediodía está en todo su esplendor. Cuando tengo el recipiente listo, viene la parte del armado: una base de puré, la carne, una capa de muzzarella y otra vez puré. Lo termino con una lluvia de queso rallado y al horno a esperar que se gratine.
No hice ni la mitad de lo que hubiese querido hacer, porque la preparación del almuerzo me llevó más de dos horas. No entiendo por qué la comida lleva tanto tiempo: desde pensar qué vamos a comer, hacer las compras de lo que se necesite, la preparación en sí misma, todo es una pérdida de tiempo. Me anoto en alguna libreta que para mi próxima vida me case con un chef o contrate a alguien para que me resuelva este tema.
Nos sentamos a comer. Nadie habla, señal de que están con la boca llena. Salió exquisito, para qué negarlo. Cuando me lo dicen, les contesto que lo saboreen, porque creo que esta es la última vez que van a comer pastel de papas hecho por mí.
Romina Gil - Taller de la Luna
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