Usted no dice nada, claro. No me va a preguntar. Pero le llama la atención. Uno no llega a un hotel y dice ¡No sabe lo que me pasó! Tampoco puedo confesarle que debí haber seguido la recomendación de mi esposa, de ponerme un jean pero no, quise viajar con el pantalón de lino blanco.
Yo tampoco
puedo contarle que faltaban solo dieciocho kilómetros. Pensé que llegaba, me
confié. Hasta que, amenazante el aviso, fue un palpitar interior que me hizo
sentir que el tiempo estaba corriendo. Las manos se transformaron en garfios
prendidos al volante. Los ojos hurgaban los costados de la ruta donde un verdor
indiferente había succionado los colores borrando los rojos. Afuera todo era
una penumbra que acechaba.
Mi único
pensamiento era: “Debo llegar a tiempo”. Negro y aciago, el horizonte continuaba
negándome el mínimo titilar de una lámpara, una marca, una señal. El camino por
momentos se volvía confuso. Mi mirada se secaba buscando entre las sombras, el
signo de una morada. Mi moral había comenzado a desplomarse. Entonces establecí
una realidad paralela para entretener al enemigo.
Descubrí que
pronunciar en voz alta el nombre de los parajes que superábamos borraba por un
momento la acechanza, fui nombrando en voz alta cada una de las señales de
tránsito que veía. Pero fue vana la ilusión de distraerlo. Desde mi interior el
gruñido se fue profundizando hasta mutar, en un amargor en mi boca me iba
marcando el frágil y delgado límite que estaba atravesando.
Espié el
blando horizonte en un estado de desesperación constante hasta que finalmente
descubrí aquella luz, aquella ostra enmarcada en rojo, que era el objeto de mis
ruegos. El enemigo, sin yo saberlo, preparaba desde lo más hondo un ataque.
Bombardeaba mi voluntad haciéndome temer
lo peor.
La luz
sospechada ya era real. Faltaban pocos metros. Puse la luz de giro y el auto se
detuvo, no quise distraer fuerzas frenando, sólo levanté los pies del
acelerador y logré arrastrarme hasta el exterior. El menor paso en falso podía
barrer con este duro triunfo ya casi obtenido. Pálido bajé del auto y el aire
limpio y frío me dio por un momento una sensación muy cercana al éxito. Sentí
el pelo pegado sobre mi cara bañada de sudor.
Lo que había sido una tarde tibia, era en ese momento una noche fría, respiré,
buscando alivio pero el aire olía a líquidos inflamables. Seguí las señales. Crucé
el espacio abierto. El camino era de piedra blanca partida y brillaba con el
sol de los reflectores. Pisé con cuidado, no podía correr, pero el tiempo me
jugaba en contra
Llegué a la
puerta, metálica ya húmeda por el rocío que ya había caído. Giré el picaporte
dorado y todos mis pensamientos se centraron en ese girar del bronce. En el
abrir, que no ocurrió. Con desesperación comencé a zarandearla pero no cedió,
no responde. La puerta seguía cerrada, inhospitalaria.
El empleado,
envuelto en su traje rojo y amarillo, me observaba desde los surtidores. Me di
cuenta ahí mismo que todo estaba perdido. Las últimas fuerzas que me quedaban
me sirvieron para escuchar lejana, su voz
—¡La llave
Maestro! — Y levantando la mano, me la mostró.
El enemigo llegó
primero que su imagen, produjo un sudor frío que bajó desde mi frente hasta mi
estómago. Me entregué, debí reconocer su victoria. En un último esfuerzo traté desesperadamente
de evitarlo, pero no lo logré. Cerré los ojos y pensé: “Por qué no me puse el
jean en vez de este pantalón de lino blanco”.
Y ésta es
entonces, la historia de esta mancha.
Mónica González - Invitada Especial
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