Páginas

febrero 24, 2023

La historia

             Usted no dice nada, claro. No me va a preguntar. Pero le llama la atención. Uno no llega a un hotel y dice ¡No sabe lo que me pasó! Tampoco puedo confesarle que debí haber seguido la recomendación de mi esposa, de ponerme un jean pero no, quise viajar con el pantalón de lino blanco.

Yo tampoco puedo contarle que faltaban solo dieciocho kilómetros. Pensé que llegaba, me confié. Hasta que, amenazante el aviso, fue un palpitar interior que me hizo sentir que el tiempo estaba corriendo. Las manos se transformaron en garfios prendidos al volante. Los ojos hurgaban los costados de la ruta donde un verdor indiferente había succionado los colores borrando los rojos. Afuera todo era una penumbra que acechaba.

Mi único pensamiento era: “Debo llegar a tiempo”. Negro y aciago, el horizonte continuaba negándome el mínimo titilar de una lámpara, una marca, una señal. El camino por momentos se volvía confuso. Mi mirada se secaba buscando entre las sombras, el signo de una morada. Mi moral había comenzado a desplomarse. Entonces establecí una realidad paralela para entretener al enemigo.

Descubrí que pronunciar en voz alta el nombre de los parajes que superábamos borraba por un momento la acechanza, fui nombrando en voz alta cada una de las señales de tránsito que veía. Pero fue vana la ilusión de distraerlo. Desde mi interior el gruñido se fue profundizando hasta mutar, en un amargor en mi boca me iba marcando el frágil y delgado límite que estaba atravesando.

Espié el blando horizonte en un estado de desesperación constante hasta que finalmente descubrí aquella luz, aquella ostra enmarcada en rojo, que era el objeto de mis ruegos. El enemigo, sin yo saberlo, preparaba desde lo más hondo un ataque. Bombardeaba  mi voluntad haciéndome temer lo peor.

La luz sospechada ya era real. Faltaban pocos metros. Puse la luz de giro y el auto se detuvo, no quise distraer fuerzas frenando, sólo levanté los pies del acelerador y logré arrastrarme hasta el exterior. El menor paso en falso podía barrer con este duro triunfo ya casi obtenido. Pálido bajé del auto y el aire limpio y frío me dio por un momento una sensación muy cercana al éxito. Sentí el pelo pegado sobre mi cara bañada de sudor.  Lo que había sido una tarde tibia, era en ese momento una noche fría, respiré, buscando alivio pero el aire olía a líquidos inflamables. Seguí las señales. Crucé el espacio abierto. El camino era de piedra blanca partida y brillaba con el sol de los reflectores. Pisé con cuidado, no podía correr, pero el tiempo me jugaba en contra

Llegué a la puerta, metálica ya húmeda por el rocío que ya había caído. Giré el picaporte dorado y todos mis pensamientos se centraron en ese girar del bronce. En el abrir, que no ocurrió. Con desesperación comencé a zarandearla pero no cedió, no responde. La puerta seguía cerrada, inhospitalaria.

El empleado, envuelto en su traje rojo y amarillo, me observaba desde los surtidores. Me di cuenta ahí mismo que todo estaba perdido. Las últimas fuerzas que me quedaban me sirvieron para escuchar lejana, su voz

—¡La llave Maestro! — Y levantando la mano, me la mostró.

El enemigo llegó primero que su imagen, produjo un sudor frío que bajó desde mi frente hasta mi estómago. Me entregué, debí reconocer su victoria.  En un último esfuerzo traté desesperadamente de evitarlo, pero no lo logré. Cerré los ojos y pensé: “Por qué no me puse el jean en vez de este pantalón de lino blanco”.

Y ésta es entonces, la historia de esta mancha.


Mónica González - Invitada Especial



No hay comentarios:

Publicar un comentario