Capa sobre capa, la casa escondía el recuerdo de cada uno que había vivido en ella: algunos ya desdibujados, otros tan nítidos que, quienes se mudaban, creían que los anteriores habitantes se habían quedado para darles la bienvenida.
Desde su ventana en el segundo piso, registraba con admirable memoria a cada uno de los nuevos vecinos que llegaban al consorcio y a todo lo que traían en la mudanza. El día que murió, sus familiares descubrieron una habitación llena con lo que había acumulado con los años; los consorcistas reconocieron con asombro mucho de lo que habían perdido misteriosamente a lo largo del tiempo: cucharas, floreros, libros, relojes, macetas, juguetes, dientes de leche, fotos, abanicos antiguos, camafeos, relicarios, cartas de amor, servilletas con besos estampados, un diario íntimo, flores secadas entre papeles, cajitas de música, alhajeros, estampitas con vírgenes varias, manteles bordados a mano, un espejo con ilustraciones de nácar, licores añejados, patas de conejo, collares de perlas y de coral, platería, pañuelos de seda, perfumes desvanecidos, mechoncitos de pelo envueltos en papel de seda.
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