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No me gusta cocinar. Eso lo digo todo el tiempo y es verídico. Pero, de vez en cuando, me gusta hacer algo especial. Entonces descubrí que lo que no me gusta es la rutina de cocinar todos los días, pensar en que comer, ir a comprar, pasarme el día en un metro cuadrado cortando, picando, hirviendo, rehogando, horneando y todos los gerundios relacionados con el acto de cocinar.
A veces cocino. Y mis platos me salen deliciosos. Es que hay que saber diferenciar entre mi negativa de cocinar por rutina y mis habilidades culinarias. Porque yo se cocinar, pero si lo puedo evitar, mucho mejor.
El otro día cociné. Tenía ganas de comer arroz con pollo. A la única que le sale bien en casa es a mí. Se puede decir que tengo una destreza admirable con el manejo del arroz, tanto en la cantidad como en el punto de cocción. Pero ese día se me había presentado una dificultad. Yo
suelo hacer este plato con el arroz parboil, ese que el paquete reza y jura que “jamás se pasa”. Es un plato de cocción media, pero como hay que revolver, prefiero ese tipo de arroz para que no quede un mazacote.
Ese día solo tenía arroz largo fino. El común, el que sí se pasa al menor descuido, cuya cocción, según el paquete, son de escasos trece minutos. Trece minutos que son reales, comprobados por mí en otras preparaciones más simples como arroz con queso. Casi estuve a punto de desistir en mi antojo y rendirme a unos churrascos con ensalada. Pero hacía frío y los tomates estaban helados. Así que me envalentoné y decidí hacer mi plato igual, teniendo la certeza y el temor de que se me iba a pegotear el arroz a la primera revuelta de olla.
Y empecé. Lo primero que hice es hervir a parte el pollo, sin piel y sin grasa, tipo como para comida de hospital. Al agua le puse sal gruesa, no mucha, pimienta en grano, hojitas de laurel y un cubito de caldo de verduras (no es lo más natural, pero es lo más práctico para dar sabor).
Cuando el pollo ya estuvo listo, lo reservé. Me dediqué a picar cebolla y morrón. Suelo usar de cualquier color, aunque con el colorado queda mas rico. En una olla puse un poco de aceite de girasol y eché la cebolla junto al morrón, con muchas dudas si uno iba antes que el otro y esas cosas que a veces escucho en los programas de cocina, pero que nunca retengo. Al ratito, cuando la cebolla se puso transparente, le tiré un poco de sal fina porque había escuchado que así la cebolla suda y no se quema, que se yo. Puse el fuego de la hornalla al mínimo. Al lado de la cocina, en una taza tipo de café con leche, me esperaba el temido arroz largo fino que sí se pasa. Se lo tiré a la mezcla de cebollamorrón. Y doré el arroz un ratito, así sin agua. Momento de incorporar líquido. Y de poner el timer en trece minutos, claro. Porque si algo me caracteriza es ser insegura y por lo tanto obediente a las recetas escritas y a los tiempos de cocción de los paquetes. Ahora estaba observando. Observé como el arroz solito va pidiendo líquido según su necesidad. Y ahí estaba yo, poniendo tazas de caldo de una por vez, para no ahogarlo. Caldo que había sacado un poco de la cocción del pollo y otro poco de la mezcla de
cubitos con agua hirviendo. Puse unas cucharaditas de condimento para arroz, ese que viene amarillo y que simula ser auténtico azafrán, es casi el ingrediente principal de este plato. Me fui dando cuenta de que el arroz iba respondiendo excelentemente a mi tratamiento. Y me fue pidiendo más y más caldo, como si le gustara. Fueron como seis tazas. Tal vez más.
Parece que el arroz se satisfizo por un rato de tomar caldo, entonces aproveché para deshuesar el pollo. Siempre lo pongo entero, pero esa vez la olla era más chica y los huesos iban a ocupar mucho lugar. Puse el pollo a los últimos minutos de cocción del arroz para que tomara gusto, sobre todo, gusto al condimento amarillo. Revolvía a cada rato para que no se pegara arroz en el fondo de la olla ni en los vértices. Para mi sorpresa el arroz estaba quedando intacto. Se podía ver cada granito por separado. Me dieron ganas de llorar de la emoción. Puse una taza más de caldo, la última. Escuché el bip del timer. Probé una cucharada, el momento de la verdad. El momento de ver si pude sobreponerme a la falta del parboil. ¡Estaba exquisito! Cremoso, pero no hecho puré. El pollo cortado también quedaba increíble.
Llamé a mi tribu a comer y empecé a servir los platos. Cuatro platos abundantes. Así y todo, todavía quedaba un poco más en la olla.
Y enfrenté un nuevo desafío. Cortar la cocción del arroz largo fino que sí se pasa. Porque eso ya lo tengo bien clarito, si no se le corta la cocción con agua fría, se sigue cocinando, por lo tanto, se pasa. Entonces, ¿debía cortar la cocción del arroz con agua fría, a riesgo de que se enfríe por completo, quitándole la oportunidad a alguno de repetir un plato más? Y si pasara eso de que se enfríe, ¿se justificaría recalentar en el microondas una comida recién hecha? ¿O lo dejo caliente y si se quiere pasar que se pase? Y tuve que decidir. Otra vez tomé coraje y, casi temblando, le tiré a la olla un vaso de agua fría de la heladera.
Me senté a comer y a recibir mis merecidos aplausos. Mi familia no es parámetro de nada, porque me aplauden hasta cuando les preparo unos tristes panchos, pero esta vez hasta yo me aplaudí. Algunos repitieron un plato más y para mi sorpresa, cuando fui a la olla a servir, comprobé que el arroz estaba caliente y sin pasarse. Mi acto de valentía con el agua fría había resultado satisfactorio.
No me gusta cocinar. Pero me gustó el desafío. Y descubrí una nueva receta, con un arroz amenazador que creía que sería capaz de boicotear mi plato. Con inseguridades y estructuralismos. Pero aprendí. Nunca en la vida me quedó tan pero tan rico el arroz con pollo.
Y si de algo estoy segura es de que nunca voy a volver al arroz parboil que “jamás se pasa”. Ese es para cobardes.
Sabrina Blanco - Taller de la Luna
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