Esta podría ser una historia tierna, sobre árboles, sombras e infancias. O sobre una pareja de enamorados que religiosamente se intercambian regalos y flores cada 14 de febrero. Tal vez una fantasiosa, con plantas que arrasan ciudades. Pero no, esta es MI historia.
Voy a empezar por contar que hace apenas un mes, una llamada
telefónica cambio el rumbo de mi tarde de trabajo. De repente todo se volvió
urgencia, y solo pude correr al auto y manejar sin parar. Lo que vino después
fueron corridas, abrirme paso entre autos, escuchar el ruido ensordecedor de un
helicóptero, y llegar sin aliento hasta el lugar. Le siguieron médicos,
hospitales, discusiones, noche improvisada en el asiento del auto, cirugía,
oxigeno, calmantes y mucha angustia contenida.
La vida tiene esas cosas, nunca te avisa que te prepares
para algo difícil. Espera a que estés cómoda y relajada, para darte el sacudón.
Y ahí vos tenes que ver como pararte en el ring y aguantar la mayor cantidad de
rounds posibles sin llegar al K.O
Y ahí esta una, mas acompañada que de costumbre, pero más
sola de lo que quisiera. Porque estamos de acuerdo que la fortaleza tiene buena
prensa, pero yo me pregunto: ¿hay otra opción? Cuando tu compañero de ruta
amaga con abandonar el juego, no te queda otra que aferrarte con uñas y dientes
a la fe, y hacer de cuenta que nada ni nadie pueden doblegarte. Ya lo decía la
canción que apareció esa noche camino al hospital: “Avanti morocha, que nadie
está muerto, no tires la toalla que hasta los más mancos la siguen remando”.
Asique imaginé que, si alguien sin manos podía remar, también tenía que hacerlo
yo. Y así pasaron los dias, con una entereza digna de una novela enlatada, de
las 4 de la tarde.
La parte difícil viene justamente después de que te bajas
del ring. Ahí te volves humana otra vez, y ya no podes soportar la armadura
sobre el cuerpo, quedándote el alma a la intemperie. Cuando te das cuenta que
la historia pudo ser otra, que eso podría no haber pasado, o que eso podría haber
sido peor , empiezan a aparecer imágenes repetidas, que las fabricas una y otra
vez, como una melodía masoquista que no para de sonar.
Tratas de encontrarle el sentido a todo, de ver si hay
alguna señal divina que quiso decirte algo y no la viste. Tratas de desmenuzar
cada parte de ese rompe cabeza para entender para donde hay que volantear. Y
mientras tanto la vida sigue, las obligaciones vuelven, la rutina se acomoda
otra vez y no te queda otra que sacudirte las rodillas, levantarte y seguir.
Como cuando queres subirte a la calesita pero ya empezó a dar vueltas sin vos.
No te queda otra que llorar cuando manejas sola, o cuando la
ducha aporta un ruido que confunde. Te preguntas una y otra vez, hasta cuando
te va a acompañar esa sensación de vacío si ya todo va volviendo a la
normalidad.
Hasta que un día, sábado para ser más exacta, salís de tu
casa para ir a buscar a tu hija a un ensayo. Las horas previas a un partido de
mundial, me hacen pensar en calles vacías y un tanto peligrosas, por eso decidí
estar a esa hora en la puerta del club. Me siento en un escalón y me hundo en
pensamientos que ya no me acuerdo. Una flor, una rosa china amarilla
interrumpen la abstracción. Sosteniéndola, un completo desconocido.
-¡Te molesta si te la regalo?- me dijo tímidamente.
- No, para nada- le respondí.
-¿Sabes lo que pasa?- me dijo- estoy peleándola en la calle,
y dar algo a cambio de una sonrisa, me hace bien- y se fue caminando para el
lado la avenida.
Y ahí me quede, con una rosa amarilla en la mano, y una
sonrisa en la cara, pensando en cuantos gestos sencillos pueden significar poco
para unos, y tanto para otros.
Porque yo supe que el buscaba una sonrisa para alivianar su
viaje, pero él nunca se va a enterar que a mí se me ablando el alma, aunque sea
por un rato.
Me gustaría correrlo hasta la esquina y darle un papel que
diga:
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