Viajar me encanta. Con Daniel nos enamoramos, nos casamos, viajamos, hicimos la casa, tuvimos dos hermosos hijos, pasaron los años, viajamos menos, nos quisimos menos y por último, nos divorciamos. Mis deseos de viajar habían permanecido intactos.
Mi hermana Julia, se había casado con un militar y se habían ido a vivir a San Carlos de Bariloche. Daniel y mi hermana, nunca se habían llevado bien, por lo que para evitar mayores conflictos, jamás los fuimos a visitar durante mis veinte años de matrimonio. Fue así que luego del divorcio, yo había comenzado a viajar unas dos veces al año. Quisiera detenerme en uno de esos viajes, en donde conocí a Rosita, mi compañera de asiento.
Subí al micro, me
ubiqué en la butaca del pasillo y mientras revisaba el bolso buscando unos
caramelos de propoleo, con la seguridad de que los había puesto allí antes de
salir. Ante mí, se paró una señora mayor que con gesto firme y sin dejar de
mostrarse amable, me pidió permiso para ubicarse en el lugar junto a la
ventanilla. Cuando levanté la vista, la observé muy elegante, con su pequeña
capelina bordó sostenida por un florido pañuelo de seda, unos enormes anteojos
de carey que dejaban ver sus ojos violetas. Con una sonrisa amable me estiró la
mano para saludarme, me dijo que se llamaba Rosita y que ese era su primer
viaje a Bariloche. Que lo hacía en micro ya que le tenía terror a volar. Al
pasar junto a mí, no pude menos que extasiarme al aspirar la fragancia de
Chanel N 5 que sutilmente usaba. Sus manos muy cuidadas, sus delgados dedos
luciendo anillos, que junto con los aros y colgantes, se mostraban como joyas
de alto valor y que produjeron en mí, cierto temor al pensar en la fragilidad
que mostraba su figura y lo expuesta que estaba a la tentación de los amantes
de lo ajeno. Mientras disfrutabamos del primer tentempié, comenzamos la charla.
Rosita me preguntó si estaba en pareja, a lo que le conté de mi divorcio y de
mis viajes. Ella me confesó que cada vez que se quedaba sola, hacía un nuevo
viaje. Y este era el tercero ya que nuevamente había sido viuda. Mis ojos
supongo que habían conseguido su mayor tamaño, por el asombro que me representó
la situación y más por la frialdad con que me siguió relatando las
circunstancias de sus sucesivas “desgracias”:
A Jonny lo conocí en Las Vegas, nos enamoramos y nos
casamos allí mismo. Era soltero y sin familia. Paseamos mucho por California,
pero era muy bebedor y violento. Eso me hacía muy infeliz, menos mal que pronto
se terminó. ¡Pobre! En una de sus borracheras se le ocurrió caminar por el
borde del Cañón del Colorado. Sus restos me los entregaron dos días después,
cuando los pudieron rescatar con un helicóptero. Solo por la ropa lo reconocí.
Años después viajando por Francia, conocí a Ferdinand. Soltero de buen vivir, le gustaba el casino para jugar Baccarat y la buena comida. Nos casamos en la Basílica de Sacré-Coeur del barrio de Montmartre. Pero a Ferdinand, le gustaba más el juego y los restaurantes que el vivir en pareja. Él me dejaba muchas noches durmiendo sola. Pero eso pasó por poco tiempo. En el último lugar que fuimos a cenar, ninguno de los dos se había dado cuenta que la exquisita sopa que nos habían servido, llevaba pasta de maní, producto al que Ferdinand era alérgico. La inmediata reacción de su cuerpo no dió tiempo a su atención y el pobre falleció en su misma silla.
Algo en mi morbo me
obligaba a escuchar el próximo relato que debía sucederle a lo ya contado, pero
apagaron las luces del micro y debimos silenciarnos. Con el amanecer y cerca de
la ciudad de Neuquén, nos sirvieron el desayuno. No había dormido bien por el
frío del aire acondicionado y por lo nerviosa que me sentía gracias a los
relatos de Rosita. Cuando me miré al espejo en mis ojeras se notaba la mala
noche, la observé a Rosita y estaba impecable, delineados sus ojos, el carmín
de rojo intenso sobre sus labios y maquillaje sobre sus pómulos. Me miró y me
propuso:
¡Te sigo contando nena! El siguiente marido lo conocí en
Estambul, Hermes era griego, capitán de un transporte que viajaba entre Atenas
y Estambul. Hermes, era el marido ideal, amable, bueno y generoso. Tampoco
tenía familia. Juntos la pasábamos bien, viajamos mucho, pero era un pésimo
amante. Y ya me había cansado de masturbarme a solas. Menos mal que Dios
aprieta pero no ahorca y al pobre lo encontraron con droga en la embarcación.
Para la justicia de Turquía fue culpable, lo condenaron a cadena perpetua. Lo
visité varias veces pero estaba muy deprimido y para ayudarlo solo pude
conseguirle una cápsula de cianuro. En pocos días me avisaron que se había
suicidado. ¡Qué Dios se haya apiadado de su alma!
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