Sentada en el cordón de la vereda con la piel brillante por el sudor, me tomo una cerveza y él se sienta a mi lado también con una. Hemos bailado toda la noche. Su piel morena también brilla en la noche. Nuestras miradas se cruzaron varias veces en la improvisada pista de baile, en la calle, bajo las estrellas. Y no es la primera vez, otras noches, también nos miramos al compás de la música, sin atrevernos a acercarnos.
Me gusta… Me atrae… Su mirada me
envuelve… Su sonrisa seductora me atrapa. Esto no estaba en mis planes…
―¡Hola!
―¡Hola!
―le
respondo
―Son
varias las noches que te veo por acá. ¿Cómo te llamás?
Tardo en contestar, mi nombre
también es parte de este secreto. Sin embargo, él me inspira confianza. Y
después de todo también él forma parte de este mundo secreto, mundo paralelo de
un otro que nunca tocará.
―Josefina,
me llamo Josefina. ¿y vos?
―Lautaro…
Para servirle… ―responde con un gracioso gesto
mientras levanta su gorra.
Es más joven de lo que imaginaba.
Y su desparpajo me seduce aún más.
Se pone de pie, extiende su mano
y pregunta: ―¿Caminamos?
Es una noche, preciosa, cálida.
El perfume a azahares endulza el ambiente y tienta a seguirlo. Tomo su mano
fuerte que me ayuda a ponerme de pie.
Caminamos un buen rato, hablando
de cosas sin sentido hasta que tomándome de la cintura me ayuda a sortear una
zanja abierta en medio del parque. Un escalofrío me recorre el cuerpo y me
impide continuar caminando. Mis pies se aferran al piso y sólo puedo mirarme en
sus ojos. Siento su mano más firme sobre mi cintura y suavemente me lleva hacia
él. Dejo que sus brazos me rodeen y mi boca busca la suya fundiéndonos en un beso
dulce y apasionado que logra encender nuestros instintos. Las sombras de la
noche son cómplices de nuestro ardor.
Es una noche mágica; la brisa
entre las hojas parece tocar una dulce melodía. Mi piel se enciende aún más con
cada caricia, con cada beso…
El trinar del pájaro del amanecer
nos sorprende a medio vestir (o mejor dicho, a medio desvestir) tendidos sobre
la hierba. Nos miramos largamente sin hablar y sonriendo, cada uno en sus
propios pensamientos, hasta que por fin, el silencio se quiebra:
―¿Quién
sos Josefina? ―pregunta con verdadera curiosidad. ―¿Quién es la que está detrás
de ese nombre? Me parecés un misterio difícil de descifrar.
―¿Qué
querés saber? ―contesto desafiante
―Quiero
saber de tu vida. ¿Cómo son tus días?
Dudo unos
instantes en contestar:
―¿Serías
capaz de guardar el secreto?
Y comienzo a hablar sin detenerme.
Como si tuviera la necesidad de compartir con alguien ese enorme peso, que
guardo celosamente.
Ya compartimos algo más y quizás
ahora, el secreto más pese. Quizás no lo vea nunca más… o sí… pero en ese
submundo paralelo que nunca logra tocar al otro… al real.
―Soy una señora de barrio,
valorada y respetada por mis vecinos, que día a día ven como cumplo con mis
responsabilidades, derrochando simpatía, sin perder la compostura, sin
descuidar mi aspecto siempre jovial. Una vida tranquila, sin sobresaltos… Una
vida aburrida…
Todas las
noches, después de la cena, me siento con mi esposo a estirar la sobremesa con
un tecito “de hierbas” bien humeante que desprende aromas a chocolate e invita
a la calma. Ese té lo sume en un sueño profundo hasta la mañana siguiente. Y es
entonces cuando me escabullo para que la noche con su música y su gente me
sacuda la monotonía. Hoy he ido más lejos que nunca.
Lautaro escucha con los ojos bien
abiertos y el ceño fruncido.
¿Podrá entender de qué se trata
realmente este proceder clandestino?
―Y ahora, después de tanta
charla debo irme. ―le digo intempestivamente mientras me pongo de pie. ―Estoy
a punto de convertirme en calabaza.
Abotono mi blusa, acomodo la pollera
y calzo mis zapatos. Lo miro y no puedo evitar desear sus besos otra vez. Nos
besamos con ansia, sin querer separarnos, pero debo irme. Suavemente nos
separamos y corro por las calles vacías mientras el sol anuncia el día.
No puedo huir del deseo de volver
cada noche a la misma calle donde nos encontramos y de la mano buscamos las
sombras para amarnos con pasión y sin promesas. Es mi secreto mejor guardado.
Lo que me da fuerzas para seguir cada día. Hasta que una mañana, cuando me
dispongo a mi rutina diaria de las compras, atravieso la puerta de entrada, le
echo llave y al darme vuelta para iniciar mi recorrida, detrás de un grueso
árbol lo veo a él. Apoyado displicentemente observándome con su hermosa sonrisa
irradiando su cara. Quedo petrificada en la vereda. Mis piernas tiemblan y mis
pies no responden. Camina hacia mí con aire despreocupado, abriendo sus brazos…
Un grito ahogado estrangula mi
garganta: ¡Mi
secreto!
Claudia Velázquez - Taller del Mate
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