Amaneció. Raro. ¿Cuánto hacía que no veía el amanecer cara a cara? Siempre detrás del escritorio, viendo los rayos del sol asomarse entre las ramas y aleteos de esas palomas. No se detuvo jamás en el color, los aromas, los silencios…
Ese amanecer, en el barrio, no fue semejante a tantos otros
amaneceres. Fue único.
Su retina capturaba en una toma panorámica una rama, un
techo, las puertas, un timbre, macetas, un pedacito de cemento, un sachet de leche perdido, sus plantas, su
pasto y el portón. Sin darse cuenta estaba llevándose su lugar en el mundo, el
que siempre negó.
Ese miércoles fue diferente, tan distinto…
La sombra de una noche era difuminada por un dorado
envolvente mezcla de tristeza, incertidumbre y seducción.
Los abrazos de despedida habían sido dados, las palabras
dichas parecían un péndulo dentro de su mente. Como una princesa de cuentos, su
príncipe la aguardaba. Pero no en un caballo blanco, más bien era un corcel
utilitario; tan cargado, que no se distinguían las ruedas.
Partió junto a su
príncipe, dejando atrás absolutamente todo, llevando consigo ilusiones de
colores atesoradas en sus puños apretados, en su llanto prolongado.
El viaje fue largo,
pero la aventura de llegar a un nuevo destino
fue su credo.
Lloró, salado y dulce lloró. Recorrieron mil doscientos
treinta kilómetros de fantasías sazonadas con varios matices y sin palabras.
Por momentos cruzaban miradas porque el humo del cigarrillo de él le molestaba. Luego, ella volvía a su estado catatónico de
revivir la película de su partida.
Confiaba, creía y seguía.
Repasó mentalmente, en el segundo tramo de mil setecientos
setenta kilómetros, las conversaciones que tuvo con Mariana previas a su
partida , y lo que se agitaba en su pupila era el color gris.
–¿Allá te vas a ir? La calle es gris, el árbol es gris, las
casas son grises, el cielo gris, el sol es gris ¡y los pajaritos son grises!–
¡Tan exagerada iba a ser Mariana!
Llegaron de noche, imposible
detectar los grises. La ilusión le hacía ver todo diferente. Llevaba vida en
sus manos apretadas, llevaba sueños en el péndulo colgante, llevaba todo lo que
un nuevo comienzo puede gestar en el vientre de la esperanza.
Cortinas color beige, colchas de colores, tapetes brillantes
y repasadores a lunares.
¿Gris…por qué gris?
Ese viernes soleado comprobaba que el sol era del mismo
amarillo que ella lo había pintado en sus cuadernos de primaria, como los
perros que eran blancos y los árboles verdes con troncos marrones.
Su casa era chica y linda. Aún tenía muchas cajas por
vaciar.
Conforme pasaban los días iba conociendo muchas caras, pocos
corazones.
Aunque feliz, desató el último y desarmado cubo de cartón
corrugado que tanto celaba. Claro, era una sorpresa ¡qué sorpresa! (¿Pero para
quién?)
Descendió las escaleras como lo hubiera hecho Heidi en la
pradera, feliz y a los saltos. Ella quería ser feliz y hacer feliz. Era el
anhelo más esperado luego de tanta procesión inmerecida.
Feliz bajó, sonriente, hasta tarareando alguito…
–¿Gris Mariana, de verdad?– pensó.
Gris y maldad, gris y mezquindad, gris y falta de verdad,
gris y alfileres.
Entonces recordó la canción del Nano: ”Nunca es triste la
verdad, lo que no tiene es remedio.”
Ella descendió de su corcel utilitario, color gris, con sus
manos apretadas, sosteniendo globos de colores, muchos colores; a una ciudad
donde la gente sólo conocía de
alfileres.
–Sí Mariana, TODO es GRIS.
Bettina Barrionuevo - Taller El Megáfono al Sol
No hay comentarios:
Publicar un comentario