“Los discos, los libros, las plantas, para mí. El ajedrez, las copas altas, los huevos de porcelana, para vos”.
Lucila pensó que separarse era una división de equivalencias, pero notó que cada objeto tenía un valor no comparable.
Ella quería los discos. Escucharlos la trasladaban a imaginarse que sería otra persona. Cada canción la invitaba a jugar. A ser la protagonista de la historia que se cantaba. La podía volver a empezar las veces que quisiera. Cada acorde le hacía cosquillas en los recovecos de su cuerpo que él ni conocía.
Los libros, la aislaban de la realidad. Cuando leía, se detenía el tiempo del reloj. Comenzaba el tiempo de cada historia contada en cada capítulo, en cada página, en cada renglón. Viajaba en el tiempo y el espacio. Habitaba ciudades y miradas, que nunca pudo con él.
Las plantas necesitaban de ella, no como él... Las plantas le pedían que las riegue. Que las trasplante de macetas cuando se sentían apretadas. Que las aleje del sol en verano. Ella las sabía escuchar, no como a él. Parecía que hablaban distintos idiomas.
En cambio, el ajedrez le parecía aburrido y soberbio, las estrategias para ganar se convertían en manuales eternos y complicados, sus piezas realizaban arrogantes movimientos, reglas, lo permitido, lo prohibido, blancos, negros, casilleros, jerarquías, monarquías. Las copas altas, ínfulas de superioridad, pretensión de querer ser algo que no se es, vidrio frío, bebidas que procuran elegancia y en realidad la abandona con la borrachera que generan. Los huevos de porcelana, inútil ornamento para poner en una mesita que nadie mirará, que quedará en el paso de una entrada de una casa de una ciudad donde la gente no juega a ser otra persona, no vuelve a empezar, no se hace cosquillas, no explora, no detiene el tiempo, no se riega, no se cuida, no se escucha, no habla su idioma.
Cecilia Xabujla Génova
Taller de la Luna
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