Sabía que su falta de orden y disciplina le complicaría la nueva convivencia. La restricción de salidas, más la imposibilidad de ir a bares y a otros lugares que tanto había frecuentado, ya no le preocupaban. Desde hacía unos meses pasaba parte del día en la silla de ruedas. Aunque trató de conocer más detalles de ese lugar, seguía teniendo poca información. Así, sin muchas certezas, se resignó a aceptar su nueva realidad. La imaginó tediosa y monótona; tal vez, alterada con alguna que otra visita de Juanito.
La última vez que se habían
visto, solo hablaron de música. Desde que a Juanito se le había dado por
estudiar batería Eusebio se había convertido en su oyente privilegiado. No le
importaba saber si era el afecto de nieto o la posibilidad de tocar sin límite
lo que motivaba al pibe a visitarlo tres veces por semana. Consciente de que
los parches y los platillos molestan menos en la casa del abuelo, había
mantenido un silencio conveniente para aliviar su soledad.
Ahora Eusebio miraba el jardín de
atrás de un vidrio. Algún soplo de brisa, que caprichoso se metía entre los
paredones que le impedían las tardes de sol, cada tanto despabilaba las plantas
y le daba vida a esa foto. Él tenía muy presente el momento en que había
ingresado al geriátrico. Aquella vez, después de los saludos de ocasión, que
sólo algunos respondieron con cierta lucidez, se detuvo frente a esa misma
ventana repasando sus días felices.
Al comienzo del verano en que
Juanito se fue a tocar a la costa, se quedó sin argumentos para seguir viviendo
en su casa.
–Esta nueva vida requiere orden
–le dijo el enfermero al recibirlo.
Orden cerrado, pensó Eusebio
recordando la colimba durante la primera siesta. Desayunar a las ocho, esperar
hasta el almuerzo, después la siesta, merienda, tiempo libre, cena, otra vez
tiempo libre y a dormir.
El eufemismo tiempo libre
incluye, medicación, ducha y, en su caso, ejercicios de rehabilitación,
escuchar un poco de música, lectura de lo que haya a mano;
y soportar la bobadas de las
chicas y el enfermero. Sólo cuando hablaba con el proveedor de verduras se
divertía un poco. –“Ese pibe es un atorrante lindo…, hablamos de fútbol, nos
contamos chistes y nos cagamos de risa. Me conecta con lo que pasa allá afuera,
¡no como estos bobos que tienen menos calle que Venecia!” –le dijo a Juanito la
única vez que fue a visitarlo. Ese día no lo había reconocido. Nunca lo había
visto con barba y el pelo tan largo, pero después de mirarlo atentamente, el
tatuaje no le dejó dudas.
A los quince días de convivencia
conocía todos los movimientos del Hogar. Sostenía que llamaban Hogar a ese
infierno tratando de endulzar la honda amargura que debía soportar.
La sagacidad de Eusebio le
permitió conocer los hábitos y costumbres de todos sus compañeros, los conocía
hasta sus mínimos detalles. Notó que María tomaba un antidepresivo después de
cada comida. Llevaba las pastillas a la mesa y las apoyaba al costado del
plato. Las tomaba con el último sorbo de agua al terminar de comer. Eusebio se
acomodaba al lado de María y, disimuladamente, le cambiaba los ansiolíticos por
unas aspirinas que conseguía simulando jaquecas. Esas pastillas le ayudaban a
soportar la soledad. Asi comenzó a vivir días de paz y hasta algunos de placer.
En una siesta disfrutó del mar. Acarició las olas entre acordes que se
mezclaban con la voz de Spinetta. Aquella tarde perdió la noción del tiempo
hasta que el enfermero lo zamarreó para levantarlo.
Estas vivencias se hicieron cada
vez más frecuentes. Su único límite con las pastillas era no dejar indefensa a
María. La solidaridad le duró unas pocas semanas.
Cuando se llevaron a María,
Eusebio tenía pastillas para muchas siestas. Ya no le interesaba relacionarse
con nadie, ni siquiera con los que estaban en condiciones de tener una
conversación con mínima coherencia. Esto no le molestaba, al contrario; lo
liberaba de cumplidos insoportables.
Sin María, las comidas fueron
perdiendo interés, lo que pronto se le notó en el color de la cara y en los
sobrantes del pantalón.
El día que escuchó a Juanito en
la radio, se dio cuenta inmediatamente quién era el que tocaba ese ritmo.
Cuando terminó de sonar la batería apagó la radio y buscó las pastillas de
María. Contó doce. Lo recordó a Juanito hablándole de bases rítmicas y cuando
le explicaba detalladamente las estructuras de blues. Buscó más, pero no
encontró. Solo doce. Las tragó de un solo envión de puño antes de que entrara
el enfermero. Después lo saludó, le recibió el paquete con la ropa limpia y se
fue al baño.
Cuando se sumergió en la bañera,
lo hizo al ritmo de Juanito.
Oscar Cesareo - Taller del Mate